Éste es un relato en el que estoy trabajando desde hace un tiempo. Es el prólogo. La verdad es que me resulta un poco cortito, pero quería que sirviera como una breve introducción aunque sin desvelar mucho desde el principio. Seguramente pase por muchas modificaciones antes de que sea definitivo, pero me hacía ilusión dejarlo aquí. Y aquí está:La joven se encontraba tumbada en un sofá raído, con los pies en alto y los oscuros rizos rozando el suelo. En sus labios revoloteaba una sonrisa, y sus ojos azules observaban fijamente las reacciones del hombre que se sentaba frente a ella. Con una mano sostenía una copa, y con la otra el mundo.
- ¿Tan segura estás de tu victoria, Belia?
Dirigió su mirada hacia el techo de frío mármol, y soltó un bufido, indignada.
- ¿Mi victoria? Creía que en esto estábamos los dos. Tú y yo, contra ella.
No había dicho su nombre, pero su sola mención hizo que el mayor se levantara como con un resorte de su asiento. Belia volvió a mirarlo. Contempló sus ojos ambarinos, sus labios, ahora fruncidos, su piel tan oscura como el tizón, igual que la suya, y su cabello, que le caía como una cascada de agua negra sobre los hombros, y terminaba un poco más abajo.
- ¿Acaso se te ha olvidado quién soy, niña?
La muchacha se levantó, dejó la copa sobre la mesa que había al lado del sofá y se acercó a él. Era tan susceptible a veces… Le dio un fugaz beso en los labios. Puso una mano sobre la oscura mejilla, y sonrió de nuevo. Notaba el calor corporal del hombre, tan elevado como el de sus hijos, en la palma. Él la cogió por la cintura, impasible.
- Por supuesto que no –susurró en un tono más que sugerente-. No se me olvida quién eres. Nada más y nada menos que un dios –dijo-. Pero parece que a ti sí se te olvida con quién estamos tratando. Alea –el hombre miró hacia otro lado al oír el nombre, pero ella lo ignoró- sabrá lo que planeamos. Tenemos que adelantarnos, Thanato. Estar preparados para cualquier cosa.
- Tenemos un ejército más que capaz –replicó él, volviendo a mirarla a los ojos-. No necesitamos ayuda de ninguno de sus hijos.
Belia suspiró. Llegaría a entenderlo cuando todo ocurriera. Y estaba segura de que ocurriría pronto, muy pronto. Sus ojos en la tierra nunca le mentían. Se soltó del abrazo del hombre, y volvió a tirarse sin ningún cuidado sobre el sofá. Alargó la mano, y recuperó su copa.
- Mis hijos son fuertes –siguió Thanato, mientras ella daba un largo trago-. Si conseguimos salir de aquí, sólo ellos serán más que suficiente.
- Nuestros hijos son fuertes –corrigió-, lo sé. Y nadie te pide que te quedes con los de ella cuando todo acabe. Esos humanos… Ya han demostrado más de una vez lo débiles que pueden llegar a ser. Pero también han demostrado que pueden ser corrompidos, y entonces útiles. Ellos nos sacarán de aquí.
Thanato gruñó. Belia sabía lo que pensaba en ese momento. Pensaba en Alea. Esa maldita zorra acuática, toda hermosura y bonitas palabras. Pero a la hora de la verdad, no tuvo ningún reparo en confinarlos allí, bajo un templo en ruinas, durante toda la eternidad. Y la eternidad era mucho tiempo. “Para preservar la vida de mis amados hijos, los de carne y los de agua”, dijo. Ella era de carne y fuego, aunque sus ojos dijeran lo contrario. Pero era su hija. ¿Acaso ella no era una hija más? ¿No se merecía seguir en la superficie? Le parecía injusto y desproporcionado. Para ser una cárcel, contaba con todo tipo de comodidades, y sus necesidades estaban más que cubiertas. Pero seguía siendo una cárcel. Llevaban más de setecientos años sin ver la luz del sol. Y, si fuera por la amable diosa de la bondad, pasarían allí otros setecientos. Afortunadamente, se iba a hacer justicia.
Tras un breve silencio, Thanato habló.
- Te pareces demasiado a mi hermana, tratando con humanos. Cuando Antiguo murió y su querido caballero nos confinó, tu madre les confió el mundo. ¿Y cómo se lo han agradecido? Con el olvido.
- Se lo tiene bien merecido.
El golpe resonó por toda la estancia, y aún le dolía la mejilla cuando el otro dios olvidado volvió a hablar. Los ojos del hombre se mantuvieron impasibles.
- Te dejas llevar con facilidad por el rencor. Eres tan débil como cualquier humano, Belia.
Ante ese insulto, Belia se levantó, y se dirigió hacia la puerta de la estancia. Su vestido largo y vaporoso ondeaba tras ella. Tiró contra la pared la copa que llevaba, que se quebró derramando su contenido. La risa de Thanato avivó la rabia que sentía.
- Totalmente innecesario.
- Tanto como tus palabras.
Sus tacones sonaban con fuerza cuando salió de allí. “Débil, ¿verdad? Ya veremos qué tienes que decir cuando la débil saque tu divino culo de este agujero”.
Bajo el templo y diseñado especialmente para su confinamiento, Alea había creado algo a medio camino entre una caverna y un palacio. Las columnas de mármol se erigían mirara donde mirase, y los suelos resplandecían cubiertos con el mismo frío material, igual que las altas y largas paredes. Sin embargo, carecían de los ventanales que le corresponderían. Había miles de pasillos y habitaciones que hacían de ese lugar un laberinto para los más despistados. No sería la primera vez que Belia se encontraba con uno de sus hijos tras haber estado desaparecido durante días.
Pero, sin duda alguna, lo peor de estar ahí abajo era que no había ninguna chimenea, ninguna fogata, ni posibilidad de hacerla. El fuego estaba prohibido en esa cárcel. Y no era que Thanato, Belia o alguno de sus infernos necesitara calor. Pero sí necesitaban el fuego. La oscuridad los hacía vulnerables. El fuego les daba la vida. Habían intentado de todo, pero cualquier atisbo de chispa desaparecía con la misma rapidez con la que había aparecido. Estaban condenados a vivir entre sombras, a ser parte de las sombras. “Pronto acabará”, se repitió una vez más.
Se paró de golpe a sentir la llamada de sus otros ojos. Qella pedía su presencia en su mente. Eso sólo podía significar una cosa: la tenía. Cerró sus ojos azules, aquellos que la delataban como hija del agua, y lejos, muy lejos del templo, abrió sus ojos ambarinos.
Si el sol había brillado en lo alto aquel día, no había dejado ni rastro de su calor. Esa noche soplaba un viento frío que mecía con suavidad las copas de los árboles y la hierba a su alrededor. Belia podía sentir el contraste de temperaturas dentro de ese cuerpo ajeno. Cuando Qella se habituó a su intrusión, algo que no le llevó mucho tiempo, comenzó a narrar lo acontecido.
“Es nuestra –empezó a sonar en la mente que ambas compartían-. Sabe que nos estamos moviendo, y sabe cuál es la única manera de detenernos. No quería llegar a eso, pero va a hacerlo. Lo hará lo más lejos posible de vuestro templo.”
“¿Y van a colaborar los humanos? – Preguntó Belia-. ¿Son de fiar?”
“No son de fiar, pero van a colaborar. Los seis, con tal de que luego se les recompense.”
“¿Seis? –incluso siendo tan sólo un pensamiento se notaba su irritación-. ¿Qué ha pasado con el séptimo, Qella?”
“Está en camino –se apresuró a contestar-. La mujer hace lo que puede, pero no es fácil con el gran señor cerca. Además, tiene que ocuparse de mantener las apariencias.”
“No la justifiques. En fin, tendrá que ser suficiente, por ahora. Vigila los pasos de mi querida madre, y avísame en cuanto haya ocurrido.”
Cuando volvió a su propio cuerpo, algo aturdida y mareada, Thanato la observaba en silencio, de pie frente a ella. Se sobresaltó al verlo, pero se recompuso en seguida. El hombre dirigió su vista al busto de la mujer, y ella hizo lo mismo. Se encontró con que el dios se había divertido en su ausencia quitándole el vestido que llevaba, y que ahora yacía sin gracia a sus pies. Levantó la mirada para encontrarse con esos ojos ambarinos, llenos de vida.
- Eres un cerdo pervertido.
- Como si no te gustara.
Y con esa respuesta la estrechó entre sus brazos y empezó a besarle por el cuello bruscamente. Belia intentó soltarse al principio, pero después se dejó hacer. Soltó una risa ligera, y se limitó a abrazarse al cuello de Thanato.
- ¿No quieres saber lo que me ha contado Qella?
- Ya lo sé –dijo, sin detenerse en su afanada tarea, y comenzó a descender hacia uno de sus pechos.
- Oh, por supuesto –contestó, y le cogió por la barbilla para detenerlo. Realmente si él no hubiera querido detenerse no habría parado, pero esta vez obedeció, y levantó la cabeza-. Eres un cotilla. No está bien hurgar en mentes ajenas –“si no tienes permiso”.
- Lo que no sé –dijo, ignorando sus palabras, y la abrazó con fuerza- es dónde será esta vez.
- No te preocupes por eso, padre. Nos enteraremos –contestó, y se fundieron en un apasionado beso.
¿Qué tal, eh, eh? :3